Iniciamos hoy una serie de preciosos – y diríamos delicados textos – que nos envía Fernando desde Italia. Son pequeñas pinturas, ya lo dice él en otro artículo: » no teníamos teléfonos inteligentes, solo nuestra memoria»…y es que son eso, son instantáneas simples, profundas y con todo un halo de cariño que hoy comenzamos a compartir. Gracias Fernando por permitirnos compartirlos con el mundo.
El Caramelero
El caramelero observaba el panorama detrás de sus lentes gruesos mientras acomodaba su valijita de madera llena de dulces, chicles y otras delicias. Diez minutos antes de que tocara el timbre de la salida, algùn alumno ponía el cartel de “ESCUELA” en el medio de la calle y se volvía corriendo hacia la clase.
En los salones preparábamos las carteras después de haber copiado los deberes a las apuradas en la libreta y nos quedábamos sentaditos esperando la hora, mientras la maestra, siempre muy coqueta, sacaba un espejito y se acomodaba los cabellos, con un ojo puesto en la clase y otra en el espejo.
Se sentían las voces que susurraban, “nos vemos despues de comer en la cancha del Brandi” decía alguno, otros hablaban de la placita de Quicuyo o de la vía, la niñas se ponían de acuerdo para encontrarse en la casa de alguna, eso sí, ellas salían a jugar después de haber hecho los deberes.
Mientras tanto el tiempo, en esos últimos diez minutos de lección, no pasaba más, hasta que se sentían los pasos de la directora, que atravesaba el gran patio interno con aquella enorme claraboya y acercándose a la puerta, miraba el minúsculo reloj de pulsera y a las 12 exactas tocaba la campana.
Ruidos de bancos arrastrándose, puertas que se abrían y gritos de liberación acompañaban el final del sonido del timbre, salíamos en tropel hacia la calle donde algunos venían recibidos por sus padres que les preguntaban cómo les había ido, otros se iban caminando a las apuradas por Ariel hacia Garzón o hacia la vía, otros cruzaban casi sin mirar la calle hacia la parada.
Se formaban distintas filas para esperar los ómnibus, siempre había una maestra a controlar que las cosas se hicieran en el mayor orden posible. La del 145 hacia Colón era la fila más larga, después estaba la del 526 que era cortita y la de los otros ómnibus.
La del “500” era la que se vaciaba más rápidamente porque el bus de Come era el primero en llegar, después la de los otros y por último quedaba siempre la del 145. Mientras tanto el caramelero continuaba vendiendo sus golosinas y los gurises del comedor iban llegando poco a poco a la escuela. Siempre había alguien que “cortaba para la salida” y bajo los ojos de la maestra que no veía la hora de irse para su casa, se armaba pelea en el medio de un círculo de varones que hacían fuerza por uno o por el otro hasta que la maestra no los dividía tirándoles de las orejas.
“Ahí viene, ahí viene” gritaba alguien y la fila se armaba perfectamente otra vez. El Leyland paraba de malas ganas delante a nosotros y a los gritos y empujones subíamos al 145. El guarda nos hacía pasar al fondo y las carteras se trancaban entre llos pasajeros que iban parados en el medio del pasillo. Algunos lo tomábamos por dos cuadras, otros por 5 o 6. Bajándonos, gritábamos y reíamos, recordábamos la cita para la tardecita y desde abajo hacíamos gestos con la mano a los que quedaban en el ómnibus antes de salir corriendo, con la túnica desprendida, la moña deshecha y la cartera debajo del brazo hacia nuestras casas.
Fernando Manzoni
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